El Balzac fantástico
Por más que los necios la desprecien, apegados a la servidumbre de tener siempre y bajo cualquier circunstancia los pies en la tierra, la fantasía es una de las formas más sublimes y elevadas del pensamiento. Sabido esto, no es de extrañar que la fantasía también tentara a Honoré de Balzac, el más grande de los escritores realistas, el suprarrealista de las descripciones exhaustivas que quiso competir con el registro civil de la Francia de su tiempo.
Sentado que el Balzac fantástico también existe, hay que puntualizar que prácticamente se reduce a esos años en que, según Stefan Zweig, el maestro vendió su alma -léase pluma- al mejor postor. Así pues, su afán fue mucho más breve que el que le impulsó a escribir La comedia humana. Puede que incluso fuera bastardo pues no obedecía a otro móvil que el de ganar dinero, esa avidez de plata, su agobió constante no obstante los éxitos que obtuvo en vida. Pero yo quiero creer que también le inspiraba cierto gusto por el género.
De su admiración por Charles Maturin fue a dejar constancia en su Melmoth reconciliado (1835), donde vino a dar -como su propio título indica- reposo y conciliación al fantasma execrado de Melmoth el errabundo (1820). En las ediciones españolas del Melmoth del gran Honoré suelen incluirse otros de sus relatos fantásticos: El elixir de la larga vida (1830), La obra maestra desconocida y La posada roja (ambas de 1981).
Por otro lado, bien es cierto que la indicación a Lucien de Rubempré de que escriba a la manera de Ann Radcliffe, por parte de uno de los editores que le rechazan su obra en Ilusiones perdidas, debió de ser el trasunto de una experiencia similar vivida por el propio Balzac. Pero prefiero quedarme con un dato más halagüeño. Su primer éxito, lo fue gracias a una novela fantástica: La piel de zapa (1831). Fantasía, como siempre en el "Napoleón de las letras francesas" -que le llamó Zweig-, que horada algo tan real como la ruina económica.
De las nueve novelas que Balzac escribió bajo seudónimo, por encargo, para que las firmaran otros, que a veces no eran sino heterónimos... Por el vil metal en definitiva, una de ellas fue ésta que yo atesoro con el título de El hechicero. Publicada originalmente en 1822 con el del El Centenario, bajo el seudónimo de Horace Saint-Aubin, llegó a mí obsequiada por sus responsables en la edición española que la tristemente desaparecida editorial Celeste dio a la estampa en 2000 al cuidado de Roberto Cueto.
Abre el texto una esclarecedora introducción de Cueto, toda una reivindicación del Balzac fantástico. En ella también se da noticia de cómo las exhaustivas descripciones del novelista toparon con el ritmo de diálogos y frases cortas que requerían los folletines de entregas semanales, donde vieron la luz la mayoría de esas obras fantásticas, y la literatura gótica en general, en sus ediciones originales.
La pieza propiamente dicha se inicia con la presentación del general Tullius Béringheld, jefe de una división del ejército de España, de regreso a París. Separado del grueso de sus tropas, sin más compañía que su fiel asistente, Jacques Butmel, se pierde en el cerro de Grammont para observar la noche entregado a la melancolía que le produce el alejamiento de Marianine. En ello está cuando descubre a una joven en tratos con un extraño personaje que se parece extraordinariamente al general. El militar se acerca a ella y le advierte del peligro que corre con tan inquietante sujeto. La muchacha argumenta que gracias a él, su padre, el dueño de la fábrica del lugar, ha vuelto a la vida cuando la medicina le daba por desahuciado.
Ya puestos en antecedentes, sabemos que la joven entró en contacto con El Hechicero -pues ése es en efecto el taimado interlocutor de la muchacha- mediante el verdugo, quien también salvó a uno de sus seres queridos recurriendo a la intervención del enigmático personaje.
Eso es lo que hay cuando la joven aparece muerta y los obreros de su padre, que veneran a su patrón en pago a las bondades de él con ellos, se disponen a linchar a El Hechicero apenas lo atrapan. Cuando el general y las autoridades locales lo impiden, se abre una analepsis -en base a una memoria que el general entrega a las autoridades del lugar- que me ha hecho reparar en algo en lo que hasta ahora no había caído: los pasajes retrospectivos que rompen la secuencia cronológica de una narración son muy anteriores a los flash-back cinematográficos.
En esta vuelta atrás sabemos que el segundo conde de la familia Béringheld, Béringheld-Schuldans, frecuentó a alquimistas y recorrió el mundo entero en varias ocasiones en busca de las sabidurías ocultas. A resultas de esta empresa, consiguió que su existencia se prolongará desde 1470 hasta 1572. Tras su supuesta muerte, dejó un retrato singular en el castillo familiar -alzado "donde arranca la cordillera de Los Alpes"- y desde entonces, siempre que hay algo que pone en peligro la continuidad de su estirpe, vuelve a aparecer prodigiosamente, tan vigoroso como viejo, para solucionarlo. Ése fue el caso cuando uno de sus descendientes se vio desafiado a un duelo que habría de perder. Su historia, el flash-back dentro de ese otro flash-back en que ya nos encontramos, no es contada por Lagradna, la partera del pueblo próximo al castillo.
Ya anciana, Lagradna marchitó esperando a su prometido, el mismo Butmel que acompaña ahora al general, condenado injustamente por el asesinato del conde de Vervil, aquel con quien debía batirse el conde Béringheld del momento. La historia de Lagradna es tan conmovedora que se ha ganado el respeto de las gentes del lugar. Posteriormente se nos dirá que Butmel fue ayudado a escapar de la prisión por El Centenario y confinado por éste en un prodigioso paraíso oriental. Al cabo de los años le dejaría volver a reunirse con Lagradna antes de que volviera a marchar, esta vez asistiendo a Tullius, tal y como le hemos conocido.
Quedémonos de momento con la historia que la partera refiere. Así se nos cuenta que con el correr de los años, tres siglos después del nacimiento de El Centenario, dada la impotencia del nuevo conde -quien habría de engendrar a nuestro general- y los afanes del cura de la casa por la heredad, El Inmortal vuelve a aparecer. Siendo dicho religioso -el padre Lunada- un jesuita, esto da pie a Balzac a pronunciarse sobre la Compañía de Jesús, si bien se muestra más ponderado que tantos otros autores puestos a hablar sobre la más numerosa y poderosa de las órdenes religiosas católicas. Lo que en verdad cuenta en estas páginas es la ayuda que El Centenario presta a su descendiente dejando encinta a su esposa en una noche de prodigios. Esto no se dice de un modo explícito, pero así lo he creído entender aunque, avanzando en la lectura, Balzac vuelve a referirse al conde como el padre del general.
Lo cierto es que cuando Tullius nace, El inmortal vuelve a desaparecer confiando la educación del muchacho al cuidado del jesuita. No obstante, sin dejarse ver, es él quien protege a su familia en los días de la revolución. Y es en ellos precisamente cuando el muchacho, muy inteligente, hace amistad con otra niña de sus montañas, esa Marianine por la que suspirará al comienzo de la narración.
Con todo, antes de reconocer su amor por ella, el joven Tullius experimentará por primera vez el sentimiento con la marquesa Ravendsi. Mujer del gran mundo, tan seductora como las más coquetas de París, para quien la "buena gente" del antiguo régimen se ha convertido en "el pueblo" merced a la revolución. Este apunte sobre la evolución de las masas constituye otro de los grandes hallazgos de Balzac.
El joven Tullius, sin atender a la diferencia de edad pues la dama es una amiga de su madre, imagina que la marquesa Ravendsi será el gran amor de su vida. Los capítulos dedicados a dar cuenta de este sentimiento (XII y XIV) son dignos de lo mejor de su autor. De hecho, me han recordado sobremanera esos fragmentos de Ilusiones perdidas dedicados a dar noticia de los amores que inspira -o inspiran- a Lucien. Huelga decir que también son una definición del enamoramiento tan lúcida y precisa como poética.
La gentil marquesa se deja querer cautivada por el candor de su enamorado hasta que finalmente aparece el marqués y el futuro general sufre su primer ataque de celos. Aunque ella, siempre fascinada por la inocencia de su admirador, le hace ver que el marqués es su marido, no puede evitar la profunda decepción que el muchacho siente cuando también se presenta en el castillo de los Béringheld el amante de la señora Ravendsi. "¡Adiós mi joven amigo! Espero ocupar siempre un lugar en vuestro corazón", desea ella -tan conmovida como yo mismo- en su despedida (pág. 162). "Aquella inclinación de carácter que Béringheld había manifestado desde su más tierna infancia le predisponía a llevar siempre una existencia desgraciada", concluye el episodio Balzac, con su habitual magisterio, (pág. 163).
Corre 1797 cuando Tullius abandona sus montañas en compañía de su fiel Jacques Butmel. Antes de partir, su madre le advierte de que El Centenario puede hacer que no muera, pero no evitar que le maten. Así se lo hizo saber El Hechicero a ella.
También es en este capítulo precisamente (pág. 173) donde se nos ofrece una curiosa prolepsis -flashfoward que diríamos hoy- en la que el gran Balzac nos cuenta cómo sentirá la condesa en el futuro la ausencia de su hijo. A mi juicio, tanto esta técnica como esa otra de introducirnos en una escena en pretérito para narrarla en presente, que también será frecuente a partir de ahora, denotan una voluntad de estilo muy por encima de la que cabe suponer a alguien que escribe únicamente por el vil metal.
Napoleón y quienes de una u otra manera le acompañaron en su aventura imperial son una de las constantes en la novela decimonónica francesa. Europea será mejor decir si consideramos que el duelo que El Emperador mantuvo con el Viejo Continente toca tanto a clásicos de la novela rusa de la talla de Guerra y paz (L. Tolstoi, 1863) como a los Episodios nacionales que Benito Pérez Galdós inicia en 1837 con la publicación de Trafalgar y a todo un largo etcétera en el que destacarían algunas de las más bellas páginas de Stendhal.
Pero ese subgénero napoleónico toca muy especialmente a Balzac, quien sintió por una fascinación no carente de cierta crítica por El emperador. Un soldado de Napoleón era el coronel Chabert, la primera novela del maestro que tuve oportunidad de leer, la que despertó ese interés mío por su obra, que desde entonces no ha hecho sino aumentar. Un soldado de Napoleón será Tullius Béringheld. Tras presentarse a él con una carta de recomendación, El emperador le nombra subteniente y le pone al mando de una tropa en la batalla de Rivoli, donde se comporta heroicamente.
La carrera a la gloria de Béringheld, azuzado a ella en el fragor de los combates por los gritos del buen Butmel, discurre en una elipsis dentro de las campañas napoleónicas. Y es al llegar a Egipto, al pie de las Pirámides, cuando vuelve a aparecérsele El Centenario para recordarle que puede evitar que muera, pero no que le maten.
Ya coronel, con su regimiento aquejado de la peste en Siria, El Centenario vuelve a hacer aparición y salva a la tropa mediante uno de sus prodigios. Las descripciones de la agonía de los enfermos, también son dignas de lo mejor de La comedia humana y el breve encuentro de El Hechicero con Napoleón, una simpática licencia.
Llegado el momento de la invasión de España, corroboró con gusto esa simpatía de Honoré por mi país, que ya atisbé en las dos narraciones -Las Marana y El verdugo- reunidas en 1998 bajo el título de La España tétrica dentro de la colección Las novelas del verano de la Biblioteca de El Mundo. En esta ocasión, Béringheld cae en desgracia con El emperador por oponerse abiertamente a la guerra al otro lado de los Pirineos (pág. 190). Con todo, para congraciarse con Napoleón, aceptará en mando de uno de los ejércitos que entrarán en España. Y es aquí donde, tras tomar una colina que los compatriotas defienden tan encarnizadamente que el propio Napoleón lo convierte en un asunto personal, Béringheld cae enfermo de "esa enfermedad que hoy conocemos como spleen" (pág 191) tras asistir "al sacrificio de tantos valientes inútilmente".
También es aquí donde El Centenario vuelve a dar señales de su fabulosa vida en sus tratos con Inés. Esta joven "se había enamorado de un joven oficial francés con el ardor propio de las mujeres españolas", cuyo hermano "fanatizado por la presencia del enemigo en solar patrio" (pág. 192) ha dado muerte al invasor. Inés languidece enloquecida de pena y El Inmortal vuelve a pactar con ella, como con la muchacha del comienzo de la narración, hasta que Inés también desaparece.
Ya al borde de la muerte a consecuencia de su extremada melancolía, su spleen, Béringheld vuelve a ser salvado de La Parca por su singular antepasado. Se cierra así el flash-back abierto con esa entrega de la memoria del general a las autoridades del pueblo de la primera joven desaparecida.
Recuperado, pues, el tiempo original de la narración, volvemos a encontrarnos con el general de camino a París, siguiendo el rastro a su antepasado. La persecución le lleva a un castillo propiedad de un singular enano que parece ser hijo de El Centenario.
Han pasado quince años desde que Tullius y Marianine se despidieran en sus montañas, pero ella le ha sido fiel desde entonces. Muy enamorada aún y con Véryno, su padre, convertido en un prohombre del imperio se ha instalado en París. Aguarda con avidez la llegada de su general. Así, el comienzo del capítulo XXI (pág. 207), el dedicado a dar cuenta de ello, se abre con una descripción que me ha recordado ese fragmento dedicado a dar noticia de la moda del París que se encontró Lucien de Rubempré, que tanto me gustó en Ilusiones perdidas. Me maravilla esa descripción de lo que paseos en coche de la joven son para unos y para otros de cuantos los observan. Es un fragmento muy parecido a esos otros en los que la Ester de Esplendores y miserias de las cortesanas enamorará al barón Fréderic de Nucingen. Pero el caso es que, finalmente, Marianine y Béringheld vuelven a encontrarse.
Su dicha dura lo que tarda en dar comienzo la campaña de Rusia, apenas unos días. Mientras el general parte al frente de su división por última vez, Véryno cae en desgracia. Víctima de uno de esos cambios de la fortuna, tan comunes en los personajes de Balzac como representativos de los inesperados reveses de la suerte que sufrió el novelista, a la proscripción de Véryno le sucede la ruina económica. Tanto él como Marianine y Julie, la fiel criada de la muchacha, se ven obligados a exiliarse en un pueblo suizo bajo falso nombre. Se rompe así toda la posibilidad de reencuentro de la joven con Béringheld. Máxime cuando el general cae herido y es hecho prisionero.
Pero es el propio Napoleón quien cae en desgracia tras la derrota en Rusia. Aunque tanto Béringheld como Marianine y su padre regresan a París, la fortuna del padre de la muchacha sigue empeñada por los bancos. Lo de las deudas, las quiebras y la falta de dinero donde si lo hubo, la cuestión monetaria en definitiva, es verdaderamente proverbial en Balzac. En todas las novelas suyas que he tenido oportunidad de leer -incluso en las que no pertenecen a La comedia humana, como ésta que hoy me ocupa- hay alguien para quien el dinero es tan efímero como lo fue para el propio escritor. No hay duda de que el maestro quiso exorcizar su propia suerte en los reveses que dispensa a estos personajes la fortuna.
En el caso de Marianine, las estrecheces son letales. Desesperada ante las privaciones, negándose por orgullo a ir al encuentro del general y convencida de que él nunca podrá dar con ella porque siguen viviendo bajo falso nombre, una noche se despide de su padre y de Julie desesperada, dispuesta a suicidarse. Es entonces cuando El Centenario se le aparece y -en la ignorancia de que quién es ella realmente y quién su amado- le ofrece una fortuna con la que puede pagar las deudas e incluso permitirse algunos caprichos.
A cambio de ese dinero, la belleza de los Alpes, como también la llama el autor, comienza a frecuentar a El Centenario como la desdichada que abre la narración o Inés, la apasionada española. Ya en la última de sus citas, El Inmortal la introduce en una supuesta catacumba que se extiende bajo el Louvre, un fabuloso osario donde se nos descubre el secreto de El Hechicero. Siempre que una joven está tan desesperada que anhela la muerte, El Centenario hace su aparición para ofrecerle su terrible trato. Él soluciona el problema que tanto aflige a la muchacha y ella, a cambio, le entrega su vida. Esa vida que, en su desesperación, pensaba quitarse, en la él encuentra la inmortalidad.
Dos son las resonancias que detecto en el asunto. La primera: el clásico pacto con el Diablo; la segunda: la fatal quimera de la belleza de Erzsébet Bathory, la alimaña de Ecsed que creyó recuperar con la sangre de las muchachas que sacrificó la belleza perdida. No hay duda de tan cruel desatino obró igualmente en Patrick Süskind puesto a escribir El perfume (1985). Pero también debió de hacerlo la terrible manía de El Centenario de Balzac con las jóvenes, todo un símbolo de la vida misma por otro lado. También es de suponer que Anne Rice tuvo en cuenta el proceder de El centenario frente a las suicidas puesta a imaginar el de su vampiro Lestat ante Louis en Entrevista con el vampiro (1973), una de sus más célebres novelas.
Volviendo a las páginas que me ocupan, Marianine ya está en trance de muerte en las catacumbas de El Hechicero, presta a entregarle su aliento cuando, en esas últimas imágenes -que dicen nos son dadas antes del óbito- puede asistir a los esfuerzos del general y Butmel por encontrarla.
Para Balzac, según nos cuenta él mismo en uno de los apócrifos de Saint-Aubin que ofrece a modo de epílogo, el final feliz es un "juguete". Con todo, en una de las supuestas notas del editor que incluye como una suerte de coda, nos cuenta que Marianine fue devuelta a la vida por un magnetizador. Aunque necesitaba la vida de la belleza alpina con premura para mantener su inmortalidad, no llegamos a saber si El Centenario muere cuando la joven le es arrebatada. Pero sí de la desolación que experimenta cuando se entera de que es el general -a quien entonces llama hijo- quien le quita a la belleza alpina.
Publicado el 3 de marzo de 2013 a las 16:45.